El profeta de las causas perdidas

Libro: Bailar junto a las ruinas (2017)

Tres peldaños de doce meses lo separaban de las
siete décadas. Jubilado y sin mayores compromisos
que arrojarle un ladrillo a su melancolía.

Ejerció sin vocación ni fortuna un sinnúmero
de oficios, y su sociología de la barbarie
se balanceaba con la púrpura acometividad
de quien ha sufrido sin acobardarse.

Ramillete de evocaciones apócrifas, con
una imagen del Gauchito Gil en la
billetera, nunca tuvo en claro su
propia existencia, o si sólo emergía a
diario de la lírica de la desesperación.

Feligrés desde hace casi dos décadas del mismo
bar, ya habituado a escarbar en las penumbras, 
reconstruyendo, entre sorbo y morbo, un eructo
revestido con todos los ornamentos de la zafiedad.

Con la indolencia extrema de los acostumbrados
a la calamidad, hablaba de su vida sin poder
evitar confluir en sus emociones malgastadas.

Acariciando sombras agrietadas aprendió con los años 
que el ejercicio de la queja no
equilibra el universo, y que las lágrimas
ya no son gratuitas ni automáticas.

Mitificaba sonriente un tiempo desahuciado,
de pálidas ruletas y otoños desgalichados,
salones en penumbras, deudas
impagables y heridas exhalando pulcritud.

Aferrándose a su milenaria experiencia de resacas
y amnesias, su saliva de dinastías desangeladas 
pregonaba que otro tipo de insolencia es posible.

Dentro del discontinuo ritual de sus lánguidas
disertaciones, me dijo un día que tal
vez la vida sea simplemente una poco
productiva acumulación de pormenores,
en una humanidad que se hunde
bajo el peso de lo contradictorio.

En un tiempo de conformismo escéptico ante
las pequeñas satisfacciones, donde las metáforas
colisionan con lo literal, escuché de
sus labios, gruñido mediante, que
para llegar a la cordura, primero hay que
agotar una larga lista de insensateces.

Perdidos en lo insignificante, ninguno de sus 
interlocutores tomó nota de las pisadas, las
soledades y los abrazos que yacían
debajo de su lengua en cada soliloquio.

Dentro del profeta de las causas
perdidas conviven la guillotina de otros
siglos con el dolor del veintiuno.

Con el brillo gastado de unos ojos que estaban
más allá de atardeceres y esperanzas, su
boca de perpetua madrugada sabía que el
mundo con sus alas de insecto ya no ofrecía,
a esa altura de la historia, ninguna novedad.

Beber en exceso parecía ser regla de oro
de un protocolo personal muy arraigado.
Con un pasado desafiante a su espalda,
se perdía divagando en un tiempo
en que el futuro estaba intacto.

En la sucia taberna donde el protagonista
de esta historia se balancea algunas
horas a diario, después de las doce de la
noche todas las gargantas son hermanas.

Como el más inesperado de los truenos, sus
palabras admonitorias retumbaron dentro
de mis convicciones, cuando me dijo
que caminamos por la vida en un estrecho
pasadizo rodeados por alambres de púas.

Se retiraba cada noche tartajeando con
hidalguía, saludando a los parroquianos que
levantaban su vaso en señal de respeto a su
trayectoria de libar con pálida resignación.


Dicen que empezó a caer sangre de sus
narices, aunque otras voces juraron que era
brandy. Lo cierto es que fue en el mismo
bar de siempre, donde se escuchó por
última vez su afonía con copyright.

Nadie pudo establecer con certeza cuál fue
el último versículo de su apocalipsis personal…

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